miércoles, 10 de agosto de 2011

un mundo feliz

UN MUNDO FELIZ
ÁNGEL  

Todo esto se debe a que en Un Mundo Feliz se aborda una cantidad de temas tan actuales, que leerlo hoy en día resulta un auténtico placer no sólo como una gran obra literaria, sino como una muy adecuada reflexión de lo que pensaba un novelista de antaño que ocurriría en el siglo XXI. Y en muchos aspectos acertó.
Para empezar, tenemos una sociedad dominada por la tecnología en la que los seres humanos nacen y se crían artificialmente, divididos en cinco castas (alfa, beta, gamma, delta y epsilon), por la que los individuos de cada casta son programados genéticamente para ser felices en su situación particular. Por ejemplo, resulta impactante cuando se dice “estoy feliz de ser un beta, porque no tengo tanta responsabilidad como los sabelotodo alfa, pero soy más inteligente que esos gamma“. Como subtrama tenemos un salvaje como personaje principal, entendiendo por salvaje un individuo que pertenece al margen de esa sociedad y sus normas, nacido sin ese matiz artificial, por lo que son despreciados por los demás habitantes.


El aspecto del sexo, explícitamente narrado, tiene un protagonismo especial, ya que se muestra cómo los niños, desde temprana edad, son educados sexualmente y obligados a practicar juegos eróticos para estar a la altura de las circunstancias cuando lleguen a la edad adulta, donde la promiscuidad y los juegos de seducción son asombrosamente cotidianos, olvidando totalmente el complemento amoroso para las relaciones sexuales.
Bajo un aparente orden, reforzado sin duda por la mencionada hegemonía de la tecnología (de hecho los años se cuentan desde Ford, refiriéndose al inventor Henry Ford, y en lugar de su señoría, se dice su Fordería), se revela cómo a partir del salvaje y un insulso beta llamado Bernard Marx esa estructura puede caer en cualquier momento, como un castillo de naipes, en la que es necesario seguir controlando genéticamente a las personas para que todo no se venga abajo.
Los comportamientos del Salvaje, de continua rebelión contra el sistema, dejando que sus impulsos sentimentales sean los que provoquen sus acciones, se ven con aparente indiferencia por parte de los demás, pero poco a poco se hace famoso como elemento morboso, como hazmerreír y espectáculo, con lo que el elemento pesimista se hace latente en toda la novela.
La cantidad de símbolos y referencias hacen gala de una completitud casi insuperable, y es tarea imposible ir recopilándolas todas de forma que se pueda observar el carácter profético de la novela. De hecho los nombres de los personajes están construidos según el nombre y apellidos de personajes históricos que coinciden con sus ideas políticas y sociales (el propio Bernard Marx, la furcia Lenina Crowne…).
Como he dicho, clásico inconfundible, absolutamente innovador para haber sido escrito a principios del siglo XX, de asombrosa actualidad, y sin duda referente para centenares de escritores y guionistas, directores de cine, sociólogos, pensadores… De hecho una obra maestra del cine, Gattaca (1997) de Andrew Niccol, está claramente basada en los conceptos de Un Mundo Feliz, a pesar de no reconocerlo en los créditos
La idea o mito de una sociedad perfecta, un paraíso terrenal organizado por la sabiduría de ciertos hombres superiores, ha perseguido incesantemente a la humanidad, por lo menos desde los tiempos de Platón, cuya República es la primera de esa larga secuencia de utopías concebidas en Occidente a la que pertenece Un mundo feliz, de Aldous Huxley.
Una diferencia capital distingue, sin embargo, a los utopistas de la Antigua Grecia, el Renacimiento y los siglos XVIII y XIX, de los del siglo XX. En nuestra época, aquellas «sociedades perfectas» —descritas, por ejemplo, por H. G. Wells en A Modern Utopia, el ruso Zamiatin en Nosotros, por Brave New World de Huxley, o 1984 de Orwell— no simbolizan, como los clásicos, la felicidad del paraíso venido a la tierra, sino las pesadillas del infierno encarnado en la historia. Ocurre que la mayoría de los utopistas modernos, a diferencia de un Saint Simón o un Francis Bacon o un Kropotkin, que sólo podían imaginar aquellas sociedades enteramente centralizadas y planificadas según un esquema racional, han conocido ya lo que en la práctica puede significar semejante ideal: los mundos concentracionarios del fascismo y del comunismo.  Esta experiencia cambió la valencia de la utopía en nuestra época: ahora sabemos que la búsqueda de la perfección absoluta en el dominio social conduce, tarde o temprano, al horror absoluto. La novela de Huxley fue la primera, en 1931, en echar ese balde de agua fría a la bella ilusión romántica de que el paraíso terrenal pudiera, alguna vez, trasladarse de las fábulas religiosas o las quimeras literarias a la vida concreta.